"Una vida no vale nada, escribe Malraux, pero no hay nada que valga una vida". La suya, más cargada de acontecimientos, de riesgos aceptados, de responsabilidades asumidas y de peligros corridos que la de ningún otro escritor francés, plantea con fuerza el problema de las relaciones entre lo real y lo imaginario, entre la acción y su representación, entre la poesía y la verdad.
Haya combatido o no en China o en España, con los maquis de la resistencia y en el Rhin, haya conocido o no a Mao Zedong o ayudado a De Gaulle a gobernar Francia, no hace más o menos grande el autor de La condición humana o de La esperanza. Pero las respuestas a estas cuestiones, dadas con la precisión que es posible aportar hoy, esclarecen con nueva luz un cierto proceso de la creación artística.
¿Actuó Malraux por encontrar en la acción la fuente de su inspiración poética? ¿Escribió porque la acción, aun siendo fraternal y colectiva, no le daba ni la respuesta a una cierta exigencia de absoluto ni el cumplimiento que buscan los conquistadores? ¿Vida-pretexto u obra compensatoria? Lo que está claro es que su vida y obra, profundamente ligadas, son las dos formas de una intensa organización de sí mismo, primero con voluntad, después como representación. Vida construida como una obra, obra palpitante como una vida como una vida.
El libro de Jean Lacouture, a quien una parte de su vida nómada lanzó tras el rastro de André Malraux, de la selva de Angkor a los maquis perigordinos, no es un ensayo sobre la imaginación creadora, sino una biografía que se basa en múltiples fuentes y en muy numerosos testimonios inéditos. Es la historia de un hombre que, a fuerza de querer "transformar en conciencia la más amplia experiencia posible", vivió su siglo más totalmente que ningún otro de sus contemporáneos. Así, esta "vida en el siglo" es, en cierto modo, una vida del siglo mismo.
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