La historia de los cementerios es la historia de lo que los hombres y las mujeres, mediante leyes y costumbres, han querido para sus difuntos, que es como decir para sí mismos. Primero, una tumba cercana a la casa, cálida y acogedora, bajo el pavimento del templo donde se reza día tras día y se ruegan a Dios bienes terrenos y recompensas futuras: un receptáculo sagrado dentro de otro espacio sagrado. Más tarde, los muertos se trasladan fuera de las ciudades llevados por el mismo impluoso centrífugo que explulsó las tumbas de las iglesias en nombre de la ciencia y de la higiene. Las ciudades se despoblaron de muertos y su relación con los vivos se alteró profundamente; de la conveniencia y la familiaridad se pasó al escrúpulo y al extrañamiento. Este proceso centrífugo despegó en Cuenca en 1820. Las autoridades locales, aliadas unas veces y enfrentadas otras a los poderes eclesiásticos, se decidieron a acatar los decretos reales y a erigir cementerios cada vez más distantes del corazón habitado: cementerios provisionales en un primer momento y más adelante, permanentes. Éste es el relato de sus protagonistas y el de sus propósitos, vacilaciones, luchas, reticencias, trampas y entusiasmos, la crónica de una vieja ciudad tal y como puede reconstruirse desde el lugar donde todo deja huella y en el que, tarde o temprano, todo desemboca: el espacio que hacen suyo los ásperos paredones del cementerio.
-5%
