A finales del siglo XIX y principios del XX una pléyade de hermosas mujeres inunda el mundo de las artes europeas. Sus ondulantes cabelleras se enredan en la paleta del pintor, sus voces firmes y sensuales inspiran al músico, y la pluma del poeta tampoco podrá resistirse al hechizo de las pasiones que suscitan.
De entre todas ellas, la más querida, -la más temida-, es Salomé. La misteriosa bailarina bíblica desempolva sus siete velos y comienza a danzar a lo largo del panorama cultural finisecular. Pero ya no es la joven inocente que aparece en el Evangelio de San Marcos y que solicita la cabeza del Bautista al Tetrarca por orden expresa de su madre. Los prerrafaelitas y los simbolistas trazan las líneas de una nueva imagen más perversa que la tradicional y será Oscar Wilde quien la establezca definitivamente, en la tragedia que lleva su nombre, como el ídolo de fatalidad más característico y representativo de su tiempo.
Todos los autores que vengan después y que aborden la figura de la bailarina encontrarán en Wilde la referencia obligada, de modo que Salomé ya no es lo que había sido realmente sino lo que Wilde había querido que ella fuese.
