El territorio blanco del poema,
como los viejos mapas africanos
o de la Amazonía, necesita
una mente, primero, que advierta
por dónde arriesgarse,
y luego un cuerpo poderoso,
una mano, herramientas -lápiz, tinta azul
de bolígrafo- que exploren
la sospecha inicial, lo intuido
-el río, el monte, el pueblo-, el yacimiento
donde la lengua vuelva a sus orígenes
y encuentre las palabras necesarias
para tentar a la invisible
realidad de lo blanco.